Relato corto: Los que nunca se fueron
Esta noche he tenido un sueño que parecía una película, en ella, el protagonista estaba interpretado por el gran Joaquin Phoenix y la acción curiosamente ocurría en Ávila, entre calles viejas y casas centenarias.
Aquí tienes el sueño en formato relato corto:
En el corazón del casco antiguo de Ávila, entre murallas gastadas y casas de piedra que parecían guardar secretos de siglos, vivía un hombre solitario. La casa donde habitaba había sido de sus padres, una construcción fría, de muros gruesos y ventanas estrechas. Allí pasaba los días, con la mirada perdida, como si todo lo que le rodeaba estuviera envuelto en una niebla espesa.
No recordaba mucho de su pasado. Apenas tenía retazos confusos: un coche, un golpe, luces que se apagaban. La gente del pueblo lo miraba con cierta compasión, convencidos de que había nacido con un déficit, de que su mente nunca había funcionado del todo bien. Nadie hablaba en voz alta de lo que realmente había ocurrido.
Él, sin embargo, no estaba solo. A veces, al cruzar el pasillo de la casa, creía ver sombras que se deslizaban junto a las paredes. O rostros que lo observaban desde la penumbra, tan rápidos que desaparecían en cuanto parpadeaba. Primero sintió miedo, pero con el tiempo se fue acostumbrando a la presencia de esos seres que se desvanecían entre la niebla de su mente: en esos espectros encontraba una extraña compañía, como si fueran guardianes silenciosos que velaban por él.
Un día encontró un perro callejero, flaco y tembloroso. Lo llevó a casa con la intención de cuidarlo, aunque pronto descubrió su propia torpeza. Cada gesto se le hacía un mundo: llenar el cuenco sin derramar agua, acercarle la comida sin que se le cayera de las manos, acariciarlo sin que el animal se apartara asustado. Sentía una impotencia punzante, convencido de que no estaba a la altura de ser responsable de otro ser vivo.
Pero algo extraño sucedía: pese a sus intentos fallidos, el perro nunca parecía pasar hambre ni suciedad. El cuenco de agua siempre estaba lleno, el pelaje siempre limpio. Era como si alguien invisible se adelantara a corregir sus fallos, como si hubiera manos ocultas que velaban por el animal en su lugar.
A veces, el perro desaparecía. Lo buscaba por las callejuelas de piedra y nunca lo encontraba. Hasta que, una tarde, decidió seguirlo. El animal avanzaba decidido por las callejuelas estrechas de Ávila, con el ocaso tiñendo las piedras de un rojo apagado. Fue entonces cuando un hombre surgió de la sombra y lo atacó sin motivo aparente.
El golpe nunca llegó. De entre las esquinas y las paredes, esas figuras fantasmales aparecieron, envolviendo al agresor en un silencio gélido que lo hizo huir despavorido. Atemorizado y confundido, continuó siguiendo al perro.
El rastro lo condujo hasta las afueras, donde una figura lo esperaba. Un hombre de rostro familiar, aunque su memoria no conseguía ubicarlo. El perro, alegre, se echó en sus pies.
—¿Quién eres? ¿acaso eres un fantasma? —preguntó con voz temblorosa.
El desconocido sonrió con tristeza.
—No estoy muerto, aunque tú siempre hayas creído que sí.
Entonces, poco a poco, la verdad se desplegó en su mente como un recuerdo enterrado: no había estado rodeado de fantasmas todo ese tiempo, sino de personas. Vecinos, conocidos, incluso antiguos amigos que, sin pedirle nada a cambio, se turnaban para cuidarlo, alimentarlo, protegerlo. Aunque había sido un muchacho egoísta y cruel, aunque su error había costado demasiado, nadie lo había dejado caer.
El hombre se arrodilló junto al perro, y por primera vez en años la piedra fría de Ávila no pesaba tanto sobre sus hombros. Sintió una oleada de calor que no venía de fantasmas ni de sombras, sino de la certeza de que siempre había estado acompañado, incluso cuando él no lo merecía. Lágrimas espesas le corrieron por las mejillas, mezcla de alivio y desgarro.
Comprendió entonces lo ciego que había estado: siempre creyó que no necesitaba a nadie, que podía vivir encerrado en su egoísmo, y fue esa arrogancia la que lo llevó a despreciar a los demás. Ahora, viendo cómo lo cuidaban sin rencor, cómo lo protegían sin esperar nada a cambio, sintió un agradecimiento inmenso, un amor que lo envolvía y lo hacía pequeño.
Y sin embargo, en lo más hondo, también una tristeza lacerante: esa certeza de que solo en la desgracia se había permitido aprender lo que era la bondad. Añoraba poder volver atrás y ser distinto, dar aquello que durante tanto tiempo negó.
Aquella noche, en su vieja casa de piedra, las sombras dejaron de ser fantasmas y se convirtieron en lo que siempre habían sido: presencias humanas, cálidas, dispuestas a cuidar de él. Y él, al fin, se dejó cuidar con gratitud, sabiendo que había descubierto demasiado tarde el valor de los otros, pero al menos lo había descubierto.
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