El ingrediente inesperado: Capítulo 9

El ingrediente inesperado: Capítulo 9
Chat posando al lado de una figura de un elefante de color blanco. Foto: Daniel Aragay

Seguimos la historia de Sebastián viajando al norte de Tailandia.

El resto de capítulos los puedes encontrar aquí: https://books.danielaragay.net/bookstack/books/el-ingrediente-inesperado


Sebastián prestaba total atención a la carretera siguiendo al GPS, con los sentidos a flor de piel. Sentía en las manos, a través del volante, el crujir de las piedrecitas contra las ruedas en aquella pista de tierra. A pocos centenares de metros la línea del GPS se interrumpía, pero el camino seguía, cada vez más estrecho y cubierto por la vegetación. Decidió avanzar más allá de lo que la pantalla iluminada marcaba como final.

Dos kilómetros después —lo comprobó en el tablero del coche—, el refugio aún no aparecía.

—Un kilómetro más, y si no, me doy la vuelta —murmuró para sí, en voz alta.

No tuvo que esperar tanto. Tras unos arbustos vio de nuevo un letrero señalando un desvío hacia un camino secundario.

Instintivamente puso el intermitente y giró a la izquierda, adentrándose en un sendero aún más angosto. A unos cien metros apareció una valla metálica bajada, con un cartel en tailandés que anunciaba el recinto. Desde allí distinguió cuatro edificios de una sola planta: oficinas, una pequeña tienda de recuerdos y un par de construcciones de techos altos, que imaginó destinados a los elefantes. A primera vista, el lugar parecía abandonado… de no ser por cuatro coches aparcados en el interior, todos recientes y relucientes.

Sebastián detuvo el motor y bajó del coche.

—¿Hello? —gritó, dudoso.

El eco de su voz se mezcló con el canto lejano de las cigarras. Unos segundos después, una mujer joven, de unos treinta años, salió de uno de los edificios. Sonrió y se acercó con paso tranquilo hasta la valla, que abrió de par en par.

—Welcome to Ban Chang Jai —dijo con una sonrisa amplia.

Sebastián agradeció la bienvenida, volvió a subir al coche y aparcó junto a los demás. Desde allí, su perspectiva cambió: pudo divisar un par de elefantes que caminaban lentamente acompañados por un cuidador. El aire también era distinto, impregnado de una mezcla de excremento, paja y tierra húmeda. No era desagradable; más bien le evocaba el olor de cuando, de niño, visitaba el zoo con su abuelo.

—Disculpe —dijo Sebastián desde el coche, aún con el motor encendido, dirigiéndose a la chica que le había abierto la valla—, ¿está abierto?

—Sí —respondió ella con una sonrisa amable—, aunque normalmente solo aceptamos visitas concertadas.

—Vaya, lo siento mucho —dijo Sebastián, y metió la marcha atrás dispuesto a irse.

—No, no, no se vaya —exclamó la chica, levantando la mano—. Lo único es que hoy no podremos hacerle la visita guiada porque los guías no han venido, pero… yo misma puedo enseñarle algunas instalaciones.

—Gracias —contestó Sebastián, aliviado, mientras apagaba el motor y subía la ventanilla.

—Me llamo Faa —dijo la improvisada guía.

—Yo soy Sebastián.

Ambos hicieron el saludo tailandés: juntaron las palmas frente al pecho e inclinaron la cabeza en una breve reverencia.

—Siento no poder ofrecerle una visita completa —añadió Faa mientras se apartaban del coche—, pero no quería que se fuera sin ver nada. Imagino que viene de lejos.

Sebastián le explicó que era español, que llevaba horas conduciendo desde Bangkok rumbo al norte y que, por pura casualidad, había visto el letrero junto a un restaurante. Comentó también que su hija le había animado a parar en el refugio.

—Seguro que tendremos algún peluche de elefante que le gustará —respondió Faa al escuchar la referencia a su hija.

Caminaron hacia el interior del recinto. Faa comenzó a contarle la historia del lugar: no era el típico refugio que algunos turistas imaginaban, sino un espacio destinado a elefantes que habían pasado su vida en el entretenimiento o en trabajos forzados. Allí podían descansar en sus últimos años, cuidados por los mahouts.

—Aquí llegan con heridas físicas… —dijo Faa, bajando un poco la voz—, pero también con cicatrices que no se ven: depresiones, traumas, miedo. Nuestro trabajo es ayudarles a sanar las dos cosas.

En un descampado vieron a un cuidador junto a un elefante. Faa explicó que había llegado hacía pocos días y que, si se fijaba, aún podían verse en sus patas las cicatrices profundas de las cadenas que debió arrastrar durante décadas.

—Él es Ton, el mahout de Fasai —dijo Faa—. Está trabajando con ella para crear un vínculo. Lo importante es que lo vea como alguien en quien confiar.

Sebastián observó cómo Ton le ofrecía trozos de fruta fresca mientras le hablaba en voz baja, con una cadencia suave, casi como si le cantara. Fasai, desconfiada al principio, se acercaba poco a poco.

—Nuestra finalidad —continuó Faa— es que vuelvan a ser lo que son: que anden, se bañen, busquen ramas y hojas… pero sobre todo, que convivan entre ellos.

—Vaya, entonces no los usan como animales de entretenimiento.

—Exacto. Sé que hay lugares que aún lo hacen, pero este no es uno de ellos. Aquí el entretenimiento debe ser para ellos, no para nosotros.

—¿Me puedo acercar? —preguntó Sebastián con cierta ilusión.

—Mejor no —respondió Faa con calma—. Fasai lleva poco tiempo y podría alterarse. Pero venga, quiero presentarle a Tonggon, nuestro elefante más veterano. Es como el abuelo de todos.

Caminaron unos minutos hasta llegar a una charca donde dos elefantes jóvenes jugaban a chapotear. A un lado, en una pequeña playa artificial de arena fina, descansaba un animal mucho mayor. Sebastián no necesitó que nadie lo señalara: aquel debía ser Tonggon.

Faa tomó dos frutas de una cesta que sostenía otro cuidador y se las dio a Sebastián. El viejo elefante, al verlos, movió la cola con lentitud, como si saludara. Caminó hacia ellos con pasos pesados, pero firmes.

—No tenga miedo —dijo Faa—.

Tonggon alargó la trompa, tomó las frutas y las engulló con un movimiento tranquilo. Sebastián sintió un impulso extraño y sonrió; el elefante parecía devolverle la sonrisa.

Faa acarició la frente rugosa del animal e invitó a Sebastián a hacer lo mismo. Al rozar aquella piel áspera, un silencio denso cayó sobre todo. El canto de los pájaros, el agua que golpeaba suavemente en la charca, la brisa entre las hojas… todo se acompasaba con la respiración profunda del viejo elefante.

La serenidad que desprendía era sobrecogedora. Sebastián vio las cicatrices que atravesaban su piel y pensó en las historias ocultas que no conocería nunca. Sintió un nudo en la garganta, y de pronto le vino a la mente Boom, la incomprensión que ella había sufrido, las heridas invisibles de tantas personas. Una lágrima le recorrió la mejilla.

Tonggon levantó la trompa y la apoyó suavemente contra su cara, justo en el lugar donde la lágrima aún brillaba. Sebastián cerró los ojos. En ese instante comprendió que no estaba solo.

Pasaron unos minutos así, en silencio.

—Bueno… —dijo en español Sebastián, como si despertara de un ejercicio de meditación, regresando poco a poco a una realidad más física. Luego, en inglés, añadió—: Será mejor que continúe mi camino.

Faa lo acompañó hasta la pequeña tienda de souvenirs. Estaba cerrada, pero la abrió solo para él.

A pesar de sus apenas diez metros cuadrados, el lugar estaba repleto de objetos: pulseras, collares, peluches, pañuelos estampados con elefantes, llaveros y, sobre todo, figuras de elefantes talladas en madera de distintos tamaños, pintadas con formas y colores llamativos.

Sebastián tomó uno de los peluches. Estaba confeccionado con una tela de tono mostaza, cubierta de patrones tailandeses muy vistosos, y medía unos veinticinco centímetros de largo. Llevaba un pequeño collar con un cascabel que tintineó suavemente en su mano.

Cuando se disponía a pagar, algo llamó su atención: detrás de Faa, en una vitrina de cristal, descansaban varios elefantes tallados en madera de menos de diez centímetros, pero con un realismo sorprendente.

—¿Cuánto cuestan esos elefantes? —preguntó, casi hipnotizado por la precisión de las figuras.

—Tres mil baht —respondió Faa—. Son caros, lo sé, pero están tallados a mano por un artista de la zona. Cada pieza es única y representa a un elefante que ha pasado por este refugio. ¿Cuál quiere?

Sebastián señaló uno que le recordaba a Tonggon. El animal estaba representado de pie, como si iniciara un paso, con la trompa ligeramente recogida y las orejas grandes y caídas a los lados.

Faa abrió la vitrina con cuidado, tomó la figura y la colocó sobre el mostrador. En la base, Sebastián distinguió una pequeña etiqueta con una palabra escrita a mano en tailandés. La mujer abrió un cajón y sacó una caja de madera, un cubo de unos quince centímetros de lado, con el nombre del elefante grabado a fuego en la tapa. Al abrirla, encontró un molde interior que encajaba perfectamente con la talla. Debajo, un tríptico cuidadosamente plegado. Al desplegarlo, Sebastián pudo ver la fotografía de un elefante y un texto explicativo: en una cara en tailandés, en la otra en inglés. El animal se llamaba Fasai, rescatada en 2019.

—Me lo quedo —dijo Sebastián, sin apartar la vista de la figura de madera.

Faa le cobró los dos regalos.

—¿Y la visita? —preguntó Sebastián.

—No, nada. No se preocupe —respondió ella con amabilidad.

—No, insisto. ¿Cuánto cuesta la visita? —repitió Sebastián.

—Ya le digo, nada.

Sebastián pagó en efectivo y añadió quinientos bahts más. Faa trató de devolvérselos, pero él los tomó con decisión y los depositó en una caja de donativos.

Ella juntó las manos en un wai y le hizo una reverencia, agradeciéndole el gesto. Luego colocó los regalos en una vistosa bolsa de tela con estampados tradicionales tailandeses.

—Esto es de regalo —dijo con una sonrisa cálida—. Espero que el recorrido no le haya parecido demasiado corto.

—No, en absoluto. La verdad es que no tengo mucho tiempo, y le agradezco muchísimo todo.

Se despidieron con otra reverencia.

Sebastián volvió al coche y encendió el motor. Conectó el GPS, que mostraba su vehículo en medio de una mancha verde, sin carreteras a la vista.

Abandonó el recinto y giró a la derecha, tomando el mismo camino por el que había llegado. Condujo un par de kilómetros, pero en la pantalla apenas se reflejaba movimiento: seguía en mitad de la nada.

Detuvo el coche, frunció el ceño y revisó el mapa con más detenimiento. Había avanzado, sí, pero el dispositivo insistía en situarlo en un vacío verde.

Reanudó la marcha, con un nudo en el estómago. El camino de tierra estaba ahí bajo las ruedas, pero para el GPS no existía. La ansiedad comenzaba a asomar cuando, de pronto, divisó a un monje caminando en la misma dirección que él.

Redujo la velocidad hasta situarse a su lado. El monje vestía la túnica naranja tradicional, llevaba la cabeza rapada y, al girarse, Sebastián advirtió que aparentaba tener una edad cercana a la suya, unos cincuenta años.

Bajó la ventanilla del acompañante.

—Sorry —llamó Sebastián en voz alta.

El monje lo miró y sonrió con serenidad, inclinando ligeramente la cabeza.

—¿Sabe dónde está la carretera principal? —preguntó en inglés.

—Sí, está muy cerca, junto al templo. Yo voy para allá —respondió el monje, en un inglés impecable.

Sebastián se quedó perplejo unos segundos.

—Si quiere, le llevo —dijo al fin, casi por instinto. Al menos, pensó, tendría a alguien que lo guiara mejor que el GPS.