El ingrediente inesperado: Capítulo 8

El ingrediente inesperado: Capítulo 8

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El día siguiente amaneció claro, y con él comenzaba una nueva aventura para Sebastián.

Se despertó antes de que sonara el despertador, con ese cosquilleo en el estómago propio de quien está a punto de hacer algo por primera vez. Iba a conducir un coche con el volante a la derecha, algo que nunca había hecho. Solo de pensarlo ya le sudaban un poco las manos. ¿Se sentiría cómodo? ¿Y el cambio de marchas, ahora a la izquierda? ¿Sería capaz de acostumbrarse a usar la mano “equivocada” sin montar un desastre?

A las siete en punto ya estaba en recepción, maleta en mano y con los nervios contenidos tras una ducha rápida. Lak, como siempre, ya estaba ahí, esta vez atendiendo a unos turistas recién llegados.

Tras un café exprés, Lak lo llevó hasta el coche que había gestionado con una agencia de alquiler. Sebastián firmó la documentación, contrató un seguro extra (por si acaso) y se metió en el vehículo con algo más que prudencia. Era un Toyota Yaris gris, pequeño, de cinco plazas, con algunos arañazos en la carrocería que ya estaban marcados en el parte de entrega.

—¿Has conducido alguna vez por Tailandia? —preguntó Lak, observando la cara entre asombrada y concentrada de Sebastián dentro del coche.

—Pues no. Es mi primera vez. Creo que antes de salir de la ciudad daré unas vueltas por el descampado de atrás para acostumbrarme un poco.

Miró la palanca de cambios y soltó un suspiro de alivio: era automático. Una preocupación menos.

—Lo más importante es que siempre te mantengas a la izquierda. Ya verás que es más fácil de lo que parece. Y, muy importante, cuidado con los motoristas. Muchos van sin casco y se creen que la carretera es suya —añadió Lak, con tono serio.

—Ah, y una cosa más: no te fíes del GPS. A veces manda por caminos que ni siquiera están asfaltados. Hace unos meses, una pareja de turistas franceses terminó en un barranco por seguir las indicaciones de Google Maps. Y hace unos años, unos coreanos murieron cerca de Pai porque se quedaron atrapados en la selva.

—¿En serio? —preguntó Sebastián, medio incrédulo.

—Sí. Aquí, si el GPS dice “gira a la derecha” y tú obedeces sin mirar, puedes acabar en un arrozal… o en el río. Mejor usa el GPS como referencia, pero mira siempre las señales y pregunta si tienes dudas.

Sebastián asintió, impresionado. Aquello ya no parecía una simple excursión, sino una misión de supervivencia en terreno hostil.

—Gracias, Lak —dijo Sebastián desde dentro, y tras una pausa, masculló—. Maldita sea…

Salió del coche, dio dos zancadas y le dio a Lak un abrazo fuerte, de esos que no se dan por compromiso.

—¡Muchísimas gracias, chef!

—Gracias a ti. Y suerte con Bom —le respondió Lak, con una sonrisa sincera.

Sebastián volvió a meterse en el coche y arrancó con extrema cautela. Conectó su iPhone con un cable al sistema Apple CarPlay del coche, y enseguida la pantalla del salpicadero mostró el mapa con la ruta trazada. Al menos, pensó, no tendría que preocuparse por perderse… aún.

—No parece tan difícil —dijo en voz alta, más para convencerse que para afirmarlo. Y mientras se alejaba, echó una última mirada al retrovisor. Allí seguía Lak, despidiéndose con la mano.

Sebastián, con mucha cautela, salió de la ciudad en dirección norte, siguiendo las indicaciones del GPS. Mantenía el coche pegado al carril izquierdo, conduciendo con calma para adaptarse a esa nueva lógica del volante y el tráfico. Iba con todos los sentidos en alerta, especialmente por los motoristas que lo adelantaban sin avisar, tanto por la derecha como por la izquierda.

Sebastián encendió la radio del coche y fue pasando emisoras entre anuncios incomprensibles, pop plastificado y ritmos electrónicos chillones. Justo cuando estaba a punto de rendirse y poner su propia música, una melodía le llamó la atención: una voz dulce, casi lastimera, flotaba sobre una base de violines sintéticos, percusión suave y lo que parecía un acordeón escondido.

No entendía nada de lo que decían, pero algo en esa música lo atrapó. Sonaba a campo, a melancolía… una especie de copla electrónica con acento tailandés, pensó, como si Rocío Jurado se hubiera ido a vivir a un pueblo perdido del sudeste asiático y se pusiera a cantar en karaoke después de un par de cervezas.

Si Bom estuviera con él, seguro que le traduciría las letras, le diría que esa canción era de su infancia, o que esa otra la cantaban en los festivales del pueblo.

Pero ahora, solo en el coche, sin más compañía que aquella voz que no entendía, Sebastián se limitó a seguir conduciendo, con la mirada en la carretera y el corazón un poco más blando de lo normal.

Al cabo de unas tres horas conduciendo el estómago de Sebastián empezó a rugir.

Había pasado una ciudad donde había considerado parar allí para comer, pero algo le dijo que no. Quizás fue el tráfico, o el ruido de motos. O tal vez buscaba algo diferente, algo menos turístico, más auténtico. Así que siguió adelante, confiando en que aparecería algún sitio más adelante.

Pero no apareció nada. Solo campos de arroz, carteles en tailandés que no entendía, alguna gasolinera sin tienda y mucha, mucha carretera vacía. El hambre empezó a hacer mella. Pensó en dar la vuelta, pero se negaba a retroceder. No después de haber llegado tan lejos.

Justo cuando empezaba a ponerse de mal humor, lo vio: un cartel medio torcido anunciaba comida, café y “WiFi” (mal escrito). El camino de entrada era de tierra, y el edificio, una construcción de madera con techo de chapa, estaba parcialmente oculto por un árbol enorme que daba sombra a los coches aparcados. Al lado del letrero principal, otro cartel pintado a mano mostraba las siluetas de unos elefantes. Sebastián se detuvo un instante, dudando. Sacó el móvil, enfocó el texto y lo dejó en manos del traductor automático. El resultado apareció en segundos: “Refugio de elefantes – 2 km”.

Sebastián suspiró de alivio. Aparcó despacio, bajó del coche y estiró las piernas. El lugar tenía ese aire de estar detenido en el tiempo, con un ventilador que chirriaba en el porche y el olor a caldo flotando en el aire. Ese aroma lo golpeó de inmediato, cálido y especiado, con notas de canela, jengibre y algo más que no sabía nombrar, pero que reconocía sin dudar. Era el mismo olor que impregnaba los callejones donde Bom lo había llevado a comer en Bangkok, esos sitios donde todo parecía caótico y perfecto al mismo tiempo.

El restaurante estaba medio vacío y un cocinero que aparentaba bastante mayor miraba con detenimiento su teléfono móvil mientras de fondo sonaba una televisión que estaba encendida. Sebastián se acercó a la barra donde había encima unas hojas que parecían el menú. Las hojas estaban plastificadas y tenían en ellas la lista de los platos en tailandés y varias fotografías. El menú aunque estaba limpio, parecía muy gastado. Ojeó el menú sin saber qué pedir. En vez de usar de nuevo su teléfono para traducirlo le preguntó en inglés al cocinero qué plato le recomendaba. El señor mayor le costó entender el inglés pero con una sonrisa asintió diciendo:

—Don’t worry, don’t worry… take a sit.

Sebastián obedeció, todavía con la duda flotando en la cabeza, y se sentó en una mesa de madera con marcas de vasos impresas en la superficie. El ventilador del techo seguía girando con un ruido cansino. Una vez sentado, el cocinero apareció con una botella fría, cubierta de diminutas gotas por la condensación provocada por la elevada temperatura y humedad del lugar, y un vaso de metal. A los pocos minutos, desapareció tras una cortina y el sonido metálico de los utensilios en la cocina empezó a mezclarse con el chisporroteo del aceite.

No sabía qué había pedido exactamente —de hecho, no había pedido nada—, pero algo en la seguridad del hombre le transmitió tranquilidad. Esa mezcla de misterio y confianza lo hizo sonreír: estaba en manos del azar y de la experiencia de un cocinero anónimo en medio de Tailandia.

Después de que Sebastián le enviara a su hija varias de las fotos que había hecho, entre ellas el letrero de los elefantes, apareció el cocinero con una bandeja y un gran bol encima. La depositó en la mesa y, con sumo cuidado, colocó la sopa que le había preparado junto a una cuchara sopera y un par de palillos. En ese instante, Sebastián recordó a Bom explicándole que en Tailandia los palillos solo se usan para las sopas de fideos. Estaba frente a una de esas excepciones. No lo sabía aún, pero estaba a punto de probar una de las mejores sopas de su vida.

A simple vista era hipnótico: el caldo anaranjado, brillante y espeso; una crestita de fideos de huevo fritos, dorados y crujientes; el verde vivo del cilantro recién picado; y, asomando, un muslo de pollo estofado hasta quedar tierno. Del cuenco subía un vapor denso, cálido y envolvente: curry con leche de coco, jengibre y cúrcuma, un fondo salino que equilibraba el dulzor y un eco cítrico que invitaba a exprimir la lima. Al lado, un platito con encurtido de mostaza, chalotas en láminas y una cucharadita de chile frito en aceite completaba el ritual. Sebastián quedó embriagado y preguntó el nombre.

—This is Khao Soi —dijo el cocinero, señalando los fideos crujientes—, Chiang Mai noodles.

Tomó la cuchara. La primera bocanada fue sedosa y fragante; el crujido de los fideos altos contrastó con los fideos tiernos del fondo, y el jugo del pollo se fundió con el caldo. Con una pizca del encurtido y una gota de lima, el sabor se abrió de golpe: más brillante, más profundo, como si el plato tuviera memoria.

Sebastián disfrutó la sopa como si fuera lo único que importara en el mundo. Cada cucharada lo alejaba un poco más del cansancio acumulado del viaje. El teléfono vibró varias veces sobre la mesa, pero decidió ignorarlo: nada podía interrumpir ese momento.

Cuando terminó, empujó el cuenco vacío hacia un lado y, casi con desgana, tomó el móvil. Era su hija. Le pedía que se acercara a un refugio de elefantes cercano. Sebastián frunció el ceño y escribió que no quería desviarse, que el trayecto ya era bastante largo.

La respuesta llegó de inmediato, casi como si hubiera estado esperando:

—Sabes lo mucho que me gustan los elefantes. Por favor, papá, solo son dos kilómetros. Haz unas fotos y me las mandas. Venga. Yo iría, pero me queda bastante más lejos que a ti.

Él resopló, medio sonriendo. La insistencia de su hija tenía ese tono inofensivo, dulce y a la vez imposible de esquivar. Miró alrededor, como si buscara una excusa en el ambiente caluroso del restaurante, pero no había salida.

Al final, aceptó, un poco a regañadientes, aunque en el fondo sabía que lo haría con gusto.

Sebastián felicitó al cocinero con una sonrisa sincera.

—Best soup ever —dijo.

El hombre asintió, satisfecho, como quien sabe que ha compartido algo más que una receta. Antes de salir, Sebastián se animó a preguntar por el refugio.

—Very beautiful. Close, close —respondió el cocinero, acompañando las palabras con un gesto de la mano.

No había dudas: además de bonito, estaba cerca. Bastaba con seguir las señales de la carretera. Con esa idea en la cabeza, Sebastián salió al exterior. El calor lo envolvió de golpe, denso y pegajoso, como una manta húmeda. Abrió el coche y una bocanada ardiente lo golpeó en la cara: el interior parecía un horno. Encendió el aire acondicionado al máximo, esperó a que el ventilador empezara a escupir aire frío y se incorporó al camino de tierra. A ambos lados, la vegetación formaba un muro verde que apenas dejaba pasar la luz.

—Serán solo unos minutos —pensó, confiado.

No sabía lo equivocado que estaba.