“El ingrediente inesperado” - Capítulo 12

“El ingrediente inesperado” - Capítulo 12
Foto: Daniel Aragay

El resto de la novela la puedes leer aquí: https://books.danielaragay.net/bookstack/books/el-ingrediente-inesperado


Frente al portón azul, colgando de una cuerda trenzada, una pequeña campanilla de bronce se balanceaba con el viento. Tenía forma de hoja de bodhi, con un corazón de metal que tintineaba con un sonido tan delicado que parecía flotar en el aire. Sebastián la miró un instante, indeciso. No había timbre ni interfono, solo aquella campanilla suspendida, casi sagrada. Alzó la mano y la hizo sonar con suavidad. El ting… ting… se expandió entre el zumbido de los grillos y el murmullo del tráfico lejano. Esperó.

Pasaron unos segundos antes de que una figura apareciera en el balcón superior: una mujer de rostro sereno, con el cabello recogido y una blusa color crema. Lo observó con curiosidad.

—Sawasdee ka? —dijo, con tono interrogante.

La mujer sonrió y dijo en inglés:

—¿Eres Sebastián?

—Sí, soy yo —respondió él en el mismo idioma.

—Un momento —pidió la mujer.

Sebastián estaba de lo más nervioso. ¿Realmente había visto sonreír a esa mujer? ¿Cómo sabía su nombre? Seguramente Bom le había contado la historia, pero… ¿qué le habría dicho exactamente? Su cabeza no paraba de hacerse preguntas.

Al cabo de un par de minutos, la mujer reapareció con una sonrisa amable. Abrió la puerta y le saludó al estilo tailandés; Sebastián respondió del mismo modo, inclinando ligeramente la cabeza y juntando las palmas de las manos.

—¿No está Bom en casa? Le he traído un par de detalles —dijo con cierta timidez.

—No, ha salido a comprar algo de comida al mercado. Volverá en unos minutos, pero por favor, pasa dentro.

Sebastián se quitó los zapatos antes de cruzar el umbral de la casa, tal como había visto hacer en otras casas. El aire del interior era más fresco y olía a té de jazmín y madera encerada. La casa estaba impecable: el suelo de teca brillaba como un espejo y en un rincón había un pequeño altar con figuras de Buda, flores frescas y un vaso con agua.

La mujer, que debía de tener unos setenta años, le indicó con un gesto que se sentara en una mesa baja junto a la ventana. La luz del atardecer se filtraba entre las cortinas de lino, tiñendo la estancia de un color dorado.

—¿Quieres agua fría? —preguntó en inglés, con un acento suave.

—Sí, por favor. Gracias.

Ella desapareció por un momento y regresó con un vaso lleno de hielo y una botella de agua helada. La colocó sobre un pequeño mantel bordado con motivos florales y se sentó frente a él, observándolo con una mezcla de curiosidad y amabilidad.

—Bom nos habló de ti —dijo por fin.

Sebastián notó que el corazón le daba un vuelco. No supo si eso era bueno o malo.

—¿Ah, sí? —preguntó, intentando que su voz sonara casual.

—Sí. Dijo que cocinabas… y que hablabas demasiado —añadió la mujer con una risa breve, casi musical.

Sebastián no pudo evitar sonreír también.

—Eso suena a Bom.

El silencio que siguió no fue incómodo. Solo se oía el zumbido lejano de los insectos y el repiqueteo de una campanilla movida por el viento en el porche.

—Bom fue al mercado, pero no tardará —continuó ella—. Mi marido está fuera, en el jardín, si quieres puedes saludarle.

Sebastián asintió, aliviado de que la conversación fluyera con tanta naturalidad. Tomó el vaso de agua, notó el frío recorrerle la garganta, y se levantó para seguir a la mujer.

Al pasar junto al altar, se detuvo un instante. La figura de Buda, dorada y serena, lo miraba desde su pedestal rodeada de flores y velas.

Entraron en la cocina, un espacio amplio y luminoso, lleno de armarios de madera clara y utensilios colgados con un orden casi ceremonial. Tal vez en uno de ellos se escondía el ingrediente que había impulsado a Sebastián a recorrer Tailandia.

El aire olía a coco, jengibre y a algo cítrico que no supo identificar. Sobre la encimera, un mortero de piedra mostraba restos de una pasta rojiza aún húmeda. En una esquina, una cesta de bambú rebosaba de chiles secos y, junto a la ventana, varias botellas de cristal contenían líquidos de tonos dorados y ambarinos: salsas, vinagres, aceites aromatizados.

En una repisa, una fila de botes de cristal contenía hierbas y especias secas. Cada uno tenía una etiqueta escrita en tailandés, con una caligrafía elegante e indescifrable para él. Sebastián los observó con atención, intentando adivinar su contenido por el color y la forma: reconoció hojas de lima kaffir, ramas de canela y granos de pimienta negra. Pero la mayoría le resultaban extrañas, misteriosas, como fragmentos de un idioma que todavía no sabía leer.

Cruzaron la cocina y salieron al patio por una puerta cubierta con una mosquitera.

El aire cálido olía a tierra húmeda, a hierba recién cortada y a ese perfume intenso y picante del krapao. Bajo la sombra de un árbol de papaya cargado de frutos verdes, un hombre de cabello canoso estaba inclinado sobre una hilera de plantas. Llevaba una camisa blanca desabotonada hasta el pecho, pantalones cortos y un sombrero de paja que le cubría parte del rostro.

Sebastián se detuvo en el umbral, observando en silencio. El jardín era pequeño, pero estaba lleno de vida. Había filas de albahaca dulce, hojas de krapao morado, chiles diminutos de color rojo y verde, limoncillo y una maceta grande con hojas de lima kaffir. Entre las plantas, los insectos zumbaban perezosos y el aire vibraba con el canto agudo de las cigarras.

La mujer se acercó al hombre y le dijo algo en tailandés. Él levantó la vista, y al ver a Sebastián, sonrió con calma. Se incorporó lentamente, se quitó el sombrero de paja y lo saludó con un wai.

—Sawasdee krab —dijo con voz grave y serena.

—Sawasdee krab —respondió Sebastián, imitando el gesto con respeto.

El hombre se presentó con una sonrisa contenida.

—Soy Somchai —dijo en inglés pausado, con un acento suave—. El padre de Bom.

—Encantado —respondió Sebastián—. Su jardín es precioso.

Somchai volvió a sonreír, satisfecho, y asintió.

—Las plantas son como personas. Si las cuidas, te lo devuelven.

Regresó a su tarea, inclinándose sobre una planta que parecía un tipo de albahaca. Sostenía una rama marchita entre los dedos y, con unas tijeras pequeñas, fue cortando varias ramas inferiores, algunas con flores diminutas que empezaban a abrirse. Cada vez que cortaba una, la dejaba caer con cuidado en un pequeño canasto de mimbre, ya medio lleno de hojas y tallos recién podados.

— Si espero a que salgan las semillas, toda la planta morirá. Hay que podarla antes, para que crezca más fuerte.

Sebastián se acercó un poco, intrigado por su tono sereno. Somchai levantó la mirada y sonrió, sin dejar de trabajar.

—Las personas también —añadió, dejando caer los tallos marchitos en una cesta—. Si no cortas lo que ya no sirve, te roba la energía.

El aire se llenó del aroma penetrante de la albahaca, una mezcla entre clavo, pimienta y anís. Sebastián inspiró hondo y sintió que, de algún modo, aquellas palabras hablaban también de él.

Sebastián observó las plantas que crecían a su alrededor. Cerca de la albahaca krapao había otras variedades, distintas en color y forma. Le entró curiosidad: ¿a qué sabrían?

Somchai cortó una rama más de la albahaca que estaba podando y la sostuvo entre los dedos.

—¿Quieres probar? —preguntó, ofreciéndosela.

Sebastián dudó un segundo, pero asintió. Acarició las hojas con la yema de los dedos antes de llevarlas a la nariz. El aroma era fuerte, picante, casi salvaje.

—Tiene algo de pimienta… y clavo —dijo, sorprendido.

Somchai sonrió.

—Krapao. La albahaca sagrada. Es la más viva, la que lucha por crecer incluso cuando no la riegas. Pero si no la podas a tiempo, muere rápido.

Dejó la rama en el cesto y avanzó unos pasos hacia otra hilera de plantas. Cortó una hoja verde brillante con tallo morado y se la tendió a Sebastián.

—Ahora, esta.

El aroma era completamente distinto: dulce, con un toque anisado.

— Está es más dulce —dijo Sebastián.

—Sí y se llama Horapa. La que da el perfume al curry rojo. Es suave, pero su olor se impone sobre todos los demás —explicó Somchai, observándolo con atención.

Después arrancó una hoja más pequeña, casi translúcida, y se la dio.

—Y esta, maenglak

Sebastián la frotó entre los dedos.

—Está huele a limón —dijo, sonriendo.

Somchai asintió satisfecho.

—Cada una tiene su momento. La vida también. A veces necesitamos el fuego del krapao, otras la calma del horapa… y cuando el corazón se cansa, un poco de maenglak para empezar de nuevo.

Sebastián lo miró en silencio. No sabía si hablaban de plantas o de otra cosa, pero sintió que cada palabra caía en el lugar exacto.

Somchai se inclinó hacia una planta de hojas largas y dentadas.

—Y esta —dijo señalándola— no es albahaca. Se llama yi-ra. Es más fuerte, más salvaje.

Sebastián se agachó un poco para verla mejor. Las hojas eran de un verde intenso, afiladas como cuchillos. Iba a preguntar algo, pero entonces el sonido de un motor rompió el silencio del jardín.

Una moto se detuvo frente a la casa. El zumbido cesó y se oyó el golpeteo del soporte al bajar. Luego, el tintineo de unas bolsas al chocar entre sí.

Somchai levantó la vista, sonriendo.

—Bom —dijo simplemente.

Sebastián sintió un vuelco en el estómago. Todo su cuerpo pareció tensarse de golpe. El aire, que hasta entonces había estado lleno de aromas a hierbas y tierra húmeda, se volvió de pronto denso, inmóvil.

Desde el portón, la voz de Bom rompió el silencio con una naturalidad que a él le pareció un milagro.

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Ya estoy de vuelta! - dijo en Tailandés

Somchai dejó las tijeras en el canasto y, con una calma que a Sebastián le resultó envidiable, respondió:

—En el jardín.

El corazón de Sebastián latía tan fuerte que casi podía oírlo.