“El ingrediente inesperado” Capítulo 11

El resto de la novela lo encontrarás aquí: https://books.danielaragay.net/bookstack/books/el-ingrediente-inesperado
Sebastián conducía en silencio, sin poner música. De vez en cuando desviaba la mirada al GPS para asegurarse de que iba por buen camino. Su cabeza no dejaba de dar vueltas a lo que había vivido hacía apenas unos minutos. ¿Cómo era posible que aquel templo hubiera desaparecido? ¿Por qué parecía que el tiempo se había detenido? Intentó apartar la preocupación para centrarse en lo que de verdad importaba: el encuentro con Bom.
Tenía su dirección en el GPS, que le había puesto su mejor amigo Lak, pero… ¿y si ella no quería verlo? Tampoco quería presentarse con las manos vacías. ¿Un ramo de flores? ¿Unos chocolates? Quizás demasiado “farang”.
La siguiente ciudad era Lampang. Tal vez allí encontraría la forma de salir del apuro.
A medida que avanzaba, el tráfico se volvía cada vez más denso y con él también aumentaban sus nervios.
Por fin llegó a Lampang, atrapado en una interminable caravana de coches. Mientras avanzaba lentamente, iba escaneando con la vista los laterales de la calle en busca de algún lugar donde parar. Entonces, en un callejón, distinguió varios puestos de comida bajo toldos de colores. Parecía un pequeño mercado. No lo dudó: giró el volante y aparcó el coche en batería, justo al lado de la entrada.
Antes de salir del coche, escribió un mensaje a Lak en inglés:
—Hola Lak, ya estoy en Lampang. Voy a parar a comprar algo para Bom. Me pregunto si será buena idea ir así, en plan sorpresa. Tú que la conoces bien, ¿qué crees que le puede gustar más?
Sebastián se quedó mirando la pantalla, atento.
Apenas dos minutos después llegó la respuesta de Lak:
—Ya casi has llegado. ¡Muy bien! No te preocupes por Bom, he hablado con ella y estoy seguro de que se alegrará mucho de verte de nuevo.
El rostro de Sebastián se relajó y esbozó una sonrisa. Aquello fue un auténtico alivio. Pero enseguida volvió la duda: ¿y qué comprarle? Justo entonces vio que Lak seguía escribiendo. Pocos segundos después entró un nuevo mensaje:
—Si estás en Lampang, cómprale una caja de longan. Es su fruta favorita.
¿Longan? —se preguntó Sebastián. Pero la duda duró poco: Lak le envió un par de fotos. Eran pequeños frutos de piel marrón clara, con una pulpa blanca y translúcida, muy parecida al lichi.
—¡Muchas gracias! —respondió Sebastián, acompañando el texto con el emoji de dos manos juntas, el gesto tailandés de saludo y agradecimiento.
Sebastián se encaminó hacia el pequeño mercado callejero, donde lo primero que le llamó la atención fue la ausencia casi total de turistas occidentales. Era un espacio auténtico, pensado para los locales: puestos ambulantes que ofrecían comida para llevar, frutas y verduras frescas, mezclados con tenderetes más curiosos que vendían desde pequeños electrodomésticos hasta fundas para móviles y ropa barata colgada en perchas improvisadas.
No tuvo que caminar mucho para encontrar una parada con cajas de longan apiladas. Se detuvo un momento, examinando los racimos como si supiera distinguir cuál era mejor, pero todos le parecían idénticos. Al final eligió una caja casi al azar y la pagó, satisfecho de haber resuelto el encargo.
De regreso hacia el coche, un aroma dulzón lo hizo detenerse frente a otro puesto. Allí cocinaban varios pequeños postres: unas galletas crujientes de arroz inflado bañadas en caramelo y, al lado, una olla de vapor de la que salían esponjosas magdalenas de color naranja intenso, coronadas con coco rallado y servidas en cestitas de hoja de plátano. No pudo resistirse y compró una pequeña caja de cada.
A los pocos metros volvió a ver otro tenderete que le llamó la atención, pero esta vez se contuvo. Si se entretenía en cada puesto, no llegaría nunca a su destino.
De nuevo en el coche, el entusiasmo se apagó al comprobar que la caravana apenas se había movido. Por un instante sintió desánimo, pero enseguida recordó que Bom lo estaría esperando. Esa sola idea lo hizo sonreír mientras encendía el motor y se incorporaba al hervidero de vehículos.
Eran las cinco de la tarde y todavía le quedaban un par de horas de camino. Con la caja de longan y los dulces a su lado, puso música y, más tranquilo, retomó la carretera.
Cruzar Lampang se le hizo eterno, pero una vez dejó atrás la ciudad el camino resultó más llevadero.
La carretera era de dos carriles por sentido, separados apenas por una valla baja de cemento. A ambos lados, la vegetación se cerraba en una masa verde y vibrante. Altos árboles de teca se alzaban como columnas rectas, intercalados con otros que Sebastián no supo reconocer, aunque distinguió sin duda algunos cargados de fruta: longan como los que acababa de comprar y mangos que colgaban en racimos entre las ramas.
Entre la música tailandesa que sonaba en la radio, el paisaje cambiante y la tensión constante de conducir por la izquierda, las dos horas de trayecto se le pasaron volando. Eran ya las siete de la tarde cuando comenzó a adentrarse en las afueras de Chiang Mai. El tráfico, cada vez más denso, acabó por engullirlo de nuevo en una caravana interminable de coches que parecían moverse al ritmo lento de un desfile sin fin.
El GPS marcaba veinte minutos para llegar. Sebastián esperaba que esa previsión incluyera el tiempo perdido en el atasco, porque si no, iba a hacerse eterno.
Avanzaba con paciencia, metro a metro, hasta que por fin el dispositivo le indicó que debía salir a la izquierda. Tomó una curva cerrada, casi de 270 grados, que lo elevó sobre la autopista y lo llevó a incorporarse a otro ramal. Acto seguido, el GPS le pidió un giro a la derecha que lo obligaba a cruzar los dos carriles del sentido contrario. En España nunca había visto nada parecido en una autopista. Le pareció un giro suicida, de lo más peligroso. Tragó saliva, se armó de valor y, con los cinco sentidos en alerta, logró atravesar la corriente de coches sin incidentes.
No tuvo respiro: apenas unos segundos después, ya tenía que volver a colocarse en el carril izquierdo para tomar una calle estrecha.
—Novecientos cincuenta metros —marcaba la pantalla.
Al fondo, entre los edificios bajos, apareció un templo. Sus techos puntiagudos de color rojo, adornados con filigranas doradas, brillaban con la luz cálida del atardecer.
El coche avanzó por la estrecha calle flanqueada por muros de cemento y setos bien cuidados. A la izquierda, tras una verja metálica pintada de azul oscuro, se alzaba la casa de Bom: la planta baja de cemento gris, con un espacio abierto a modo de garaje, y la parte superior revestida de madera rojiza que daba calidez al conjunto. Las ventanas, de marcos de madera, estaban abiertas, dejando entrever cortinas ligeras que se movían con la brisa de la tarde.
Junto a la entrada, sobre una columna blanca, se erguía una pequeña casa de los espíritus, delicadamente pintada y adornada con guirnaldas de flores secas y ofrendas frescas: vasitos de agua, incienso consumiéndose y un plato con arroz. Sebastián la observó unos segundos, consciente de la importancia que tenía en la vida cotidiana tailandesa, como guardiana invisible del hogar.
Debajo del porche, protegido por el tejado que sobresalía de la fachada, estaba aparcado el coche de Bom. La visión del vehículo le produjo a Sebastián un vuelco en el estómago: aquella era la confirmación de que ella estaba en casa. En el pequeño jardín lateral, junto a un par de palmeras bajas y un árbol de papaya cargado de frutos verdes, se escuchaba el canto agudo de los grillos que comenzaban a llenar el aire de la tarde.
Sebastián detuvo el coche frente al portón. Apagó el motor, pero dejó las manos un instante sobre el volante, como si le costara soltarse de él. El silencio lo envolvió de golpe, roto apenas por el canto de los grillos, el murmullo lejano de una televisión encendida en alguna casa vecina y, más allá, el repicar metálico de una campana en el templo.
Volvió la vista hacia el porche: el coche de Bom estaba allí, inmóvil, brillante bajo la luz mortecina del atardecer. La caja de longan y los dulces descansaban en el asiento del copiloto, mudos testigos de la incertidumbre que lo corroía.
Respiró hondo. Su reflejo en el retrovisor le devolvió la imagen de un hombre cansado, con el pelo ligeramente alborotado y la piel húmeda por el calor. Dudó: ¿y si Bom no quería verlo? ¿y si abría la puerta y encontraba en su rostro solo frialdad?
Miró de reojo la pequeña casa de los espíritus junto a la entrada. El humo del incienso ascendía en espirales, como una señal silenciosa de bienvenida… o tal vez de advertencia. Sebastián no estaba seguro, pero aquella visión le dio fuerzas.
Alargó la mano, tomó la caja de fruta y los dulces, y salió del coche. El aire cálido de la tarde lo envolvió de inmediato. Cerró la puerta con suavidad, como si temiera que el simple golpe del cierre pudiera romper la calma del lugar.
Se quedó de pie frente al portón, sintiendo cómo el corazón le golpeaba en el pecho. Dio un paso, luego otro, hasta situarse ante la entrada. Y allí, frente a la casa, con el eco de su respiración acelerada en los oídos, supo que ya no había marcha atrás.