“El ingrediente inesperado” - Capítulo 10

“El ingrediente inesperado” - Capítulo 10
Foto: Daniel Aragay

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El monje se sentó al lado de Sebastián, a pesar de ser un auténtico desconocido, su presencia le aportó cierta paz.

- Sebastian - dijo mientras le daba la mano.

- Luang Phor Khun - dijo el monje con una voz firma y calmada con una sonrisa.

- Luang Phor Khun - repitió Sebastián en voz alta, intentando memorizar su nombre.

El monje tenía el rostro marcado por la serenidad y el paso del tiempo. Sus pómulos eran algo pronunciados, la piel morena curtida por el sol y el aire de los templos abiertos al exterior. El cráneo rasurado dejaba ver un ligero tono bronceado, como si la piel se hubiera acostumbrado desde hace años a la ausencia de cabello. Sus ojos, oscuros y algo hundidos, transmitían calma más que dureza; tenían esa mirada que parece atravesarte sin juzgarte.

Era alto, aunque su delgadez lo hacía parecer todavía más esbelto. Sus manos eran finas y huesudas, pero firmes; al apoyarlas sobre las rodillas mostraban uñas cortas, limpias, cuidadas.

El monje vestía la túnica azafrán tradicional, el civara, que caía en pliegues sencillos sobre su cuerpo delgado. Llevaba un hombro descubierto, dejando ver la clavícula marcada y la piel bronceada, mientras el otro quedaba cubierto por la tela áspera de algodón teñido a mano. El color, un naranja profundo con matices terrosos, parecía absorber la luz del día y devolverla en un resplandor cálido.

La tela, ligeramente desgastada en los bordes, no tenía adornos ni costuras innecesarias; era simple, funcional, hecha para recordar el desapego a lo material. Sobre las piernas mantenía el pliegue recogido con naturalidad, como si el hábito fuera ya una extensión de su cuerpo. En los pies llevaba unas sencillas sandalias de goma, de un tono oscuro, que contrastaban con la dignidad del resto de su atuendo.

—¿Recto? —preguntó Sebastián.

—Sí, todo recto —respondió el monje mirando la carretera que se abría delante—. El templo queda apenas a pocos metros de aquí, y un poco más allá la entrada a la carretera principal. No tiene pérdida.

—Gracias. Es curioso que cuando he venido en dirección contraria no me ha parecido ver ningún templo —dijo Sebastián.

El monje sonrió apenas y respondió con calma:

—Muchas veces los templos están a la vista, pero nuestra mente mira hacia otro lado. Solo cuando la mente se aquieta, vemos lo que siempre estuvo delante de nosotros.

Sebastián sonrió. Tras recorrer unos 300 metros, tal como había anticipado el monje, vio una abertura a la izquierda del camino de tierra.

—Ahora a la izquierda —dijo el monje.

Sebastián giró con cuidado por el estrecho sendero y, de pronto, ante él se alzó un templo inesperado, como si emergiera de la misma selva. Los tejados dorados parecían brillar por sí solos bajo la luz del sol, y las figuras talladas en madera relucían entre la maraña verde de la vegetación. El contraste entre la sencillez del camino y la majestuosidad del edificio le hizo contener la respiración.

—¡Wow! —dijo sorprendido Sebastián.

Sebastián avanzó muy despacio mientras miraba con detalle el gran templo que tenía delante de él.

—Puedes parar aquí —dijo el monje.

Sebastián paró el motor en el lado izquierdo de la carretera de tierra.

—Por cierto, y disculpe la pregunta, pero ¿sería posible ir a un baño? —preguntó con cierta vergüenza.

—Sí, claro —respondió el monje mientras bajaba del coche.

Sebastián salió después de él tras haber asegurado el freno de mano.

—Es por aquí —dijo el monje.

Andaron por el camino principal. Enfrente, el templo se erguía sobre una plataforma de piedra ligeramente elevada, lo que le daba la impresión de flotar en medio de la vegetación. Una escalinata central conducía al interior, y un gran escalón marcaba el límite entre lo mundano y lo sagrado. A ambos lados, descansaban tres pares de sandalias del mismo estilo que llevaba el monje, como si esperaran a sus dueños.

Desde donde estaba, Sebastián pudo ver el interior. Dos monjes rezaban frente a una gran figura de Buda de yeso, recubierta de diminutos cuadritos de pan de oro que reflejaban la luz que entraba por las ventanas. No brillaba de manera uniforme, sino irregular, como si cada fragmento hubiera sido colocado en un momento distinto, por manos diferentes, cargadas de fe. Ese juego de luces daba a la estatua una apariencia viva, casi palpitante.

El techo de madera, con sus puntas elevadas en forma de alas, mostraba la elegancia sobria de los templos tailandeses. Entre Sebastián y el edificio, una pequeña fuente recogía el agua de un arroyo que bordeaba el templo por la derecha, y su murmullo llenaba el ambiente de calma. A la izquierda, un edificio alargado, construido en el mismo estilo pero más austero, alineaba varias puertas idénticas de madera: las celdas donde vivían los monjes.

Sebastián respiró hondo. Todo parecía estar en perfecta armonía: la vegetación que abrazaba las paredes, el agua que corría sin prisa, la piedra, la madera y el oro gastado. Nada era ostentoso y, sin embargo, todo parecía brillar en medio de la selva.

El monje lo condujo bordeando el edificio alargado donde vivían los monjes. Al final del sendero, casi oculto entre los árboles, apareció una construcción sencilla de cemento blanqueado, con un tejado de chapa y varias puertas de madera alineadas. Era un edificio humilde, separado del templo principal, como si incluso lo más cotidiano debiera mantenerse a cierta distancia de lo sagrado.

El interior era austero: un pequeño habitáculo con un retrete de cemento en el suelo, un cubo grande de agua clara en una esquina y, flotando en su interior, una jarra de plástico azul para asearse. El suelo estaba húmedo y frío bajo sus zapatos. No había adornos, ni espejos; solo lo esencial.

Sebastián se encerró en ese pequeño habitáculo. Tras usarlo intentó buscar alguna cadena con la que tirar, pero no vio nada, el cubo con agua y la jarra de plástico parecían llamarle.

- Ah, vale - dijo en voz alta. Cogió la jarra llena de agua y la echo en el retrete.

Al salir, Sebastián vio un grifo sencillo de metal junto al edificio, con un cubo azul apoyado en el suelo. De inmediato recordó el cubo vacío dentro del baño. Dudó un instante, pero enseguida volvió a entrar, lo tomó y lo llevó hasta el grifo.

Abrió la llave y el agua fresca comenzó a caer con un murmullo constante. Esperó hasta que el cubo estuvo lleno y luego lo dejó en su sitio. No era gran cosa, pero pensó que si alguien llegaba con urgencia, agradecería encontrarlo preparado.

Al lavarse después las manos con el mismo grifo, las frotó entre sí y las dejó secar al aire, sintiendo un extraño bienestar, como si aquel gesto tan simple hubiera tenido más sentido de lo que aparentaba.

El monje estaba parado hablando con otro monje vestido igual, bastante más joven. Aparentaba unos veinte años, aunque en realidad podría tener incluso más de treinta.

Luang Phor Khun miró a Sebastián y le hizo una seña con la cabeza para que se acercara.

—Muchas gracias —dijo Sebastián, haciendo la reverencia tailandesa aún con las manos un tanto húmedas.

Luang Phor Khun y el otro joven monje le devolvieron el saludo. El novicio, tras dejar sus sandalias a un lado, entró en el templo en silencio.

—¿Puedo hacer alguna foto? —preguntó Sebastián.

—Sí, claro —respondió el monje con una sonrisa tranquila.

Sebastián sacó el teléfono del bolsillo e hizo un par de fotos al templo, capturando también al monje, que posó con amabilidad.

—Ven —dijo Luang Phor Khun.

Subieron las tres escaleras y se detuvieron junto a la entrada lateral del templo, justo en el umbral del travesaño de madera elevado que separaba el interior de lo sagrado del mundo exterior.

Desde ese punto, Sebastián percibió el cambio de ambiente. La frescura del interior contrastaba con el calor húmedo que seguía pegado a su piel. El aire estaba impregnado de incienso, y el humo formaba hilos que ascendían lentamente hacia las vigas del techo. La luz, filtrada por las ventanas, entraba oblicua y se mezclaba con la neblina, creando haces dorados que parecían sostener la sala entera.

Frente a él, la gran estatua de Buda se alzaba sobre un pedestal de madera oscura tallada con motivos de hojas de loto. A su alrededor, varias ofrendas recientes —flores frescas, pequeños cuencos con arroz y velas a medio consumir— daban vida a la escena. El rostro del Buda, sereno y ligeramente inclinado hacia adelante, parecía observar a cada visitante de un modo distinto. No impresionaba por la riqueza del material, sino por la calma que irradiaba: una quietud profunda que parecía extenderse a todo el espacio.

Sebastián tomó un par de fotos más.

—Nunca he meditado —dijo entonces.

—¿Te animarías a probar? —preguntó el monje.

—No es que tenga mucho tiempo —respondió, mirando el reloj. Se dio cuenta de que apenas había avanzado la hora. Lo comprobó en su teléfono móvil: habían pasado tan solo dos minutos. —Qué raro… —murmuró en español.

Al levantar la mirada, vio que el monje se había sentado en un banco de madera cuyas patas estaban hechas con piedra tallada. Con la mano derecha dio un par de golpecitos a su lado, invitándolo a sentarse.

Sebastián se acercó y ocupó el lugar.

—Cierra los ojos —dijo el monje con suavidad.

Sebastián cerró los ojos. Al principio lo único que escuchaba era su propia respiración, agitada y poco rítmica.

—Respira —dijo el monje en voz baja—. No intentes cambiar nada. Solo observa.

Sebastián trató de concentrarse en el aire que entraba y salía de sus pulmones. Por unos segundos, la mente se llenó de pensamientos dispersos: la carretera, el reloj, incluso la foto que acababa de tomar. Intentó apartarlos, pero se enredaban aún más.

—Déjalos pasar —añadió el monje—. Como nubes.

Sebastián lo intentó. Poco a poco, el murmullo del arroyo cercano se hizo más presente, mezclándose con los cantos que llegaban del interior del templo. Sin proponérselo, la imagen del elefante anciano apareció en su mente: sus patas pesadas, la lentitud de sus pasos, la ternura de su mirada cansada. Sintió un nudo en la garganta, distinto al que provocan los recuerdos, como si se tratara de una compasión pura, sin palabras.

Después surgió Bom. La sonrisa contenida, los gestos firmes, su manera de mirar el mundo desde un ángulo que él aún no comprendía del todo. Y casi al instante, como un reflejo, surgió la incomodidad: esa diferencia que lo inquietaba, esa costumbre que no entendía, esa parte de ella que no se parecía en nada a lo que él creía conocer. Sintió un juicio, rápido, afilado.

—¿Ves cómo tu mente ya ha decidido algo, sin escucharla? —dijo el monje, sin abrir los ojos.

Sebastián tragó saliva. Era cierto: ni siquiera le había dado oportunidad, y ya había armado una conclusión.

—No te aferres a tus ideas —dijo el monje en voz baja—. Déjalas fluir, como el agua del arroyo. Y alégrate cuando los demás encuentren su propio camino.

Las palabras se quedaron flotando. Sebastián pensó en su propia vida, en su obsesión con lo correcto, con lo perfecto, con el reconocimiento de su mundo gastronómico. Y frente a eso, vio a Bom, con un mapa distinto, pero con el mismo destino: la felicidad.

Abrió los ojos. El monje permanecía inmóvil, sereno.

—Respira —le dijo—. Solo mira lo que aparece. No te aferres. No lo rechaces.

Sebastián volvió a cerrar los ojos, esta vez con menos resistencia. Sintió cómo sus pensamientos se acomodaban, cómo la tensión en su pecho aflojaba. Por primera vez en mucho tiempo, no necesitaba tener razón.

Un contacto leve en el hombro lo sacó de su quietud. Abrió los ojos y vio al monje sonreír con serenidad. No hicieron falta palabras.

Sebastián asintió en silencio, como agradeciendo la experiencia. Se levantó despacio del banco mientras el murmullo del arroyo y los cantos del templo seguían envolviendo el lugar.

—Muchas gracias —dijo Sebastián—. Ha sido… —se quedó en silencio, buscando una palabra que definiera lo que acababa de vivir. Miró a su alrededor, asombrado, y terminó murmurando—: No tengo palabras.

—Y no son necesarias, si ya las tienes dentro de ti —respondió el monje con calma—. Que tengas un buen viaje.

—Gracias —repitió Sebastián, inclinándose en un saludo tailandés, esta vez más solemne que cualquiera de los anteriores.

Se dirigió al coche con una sonrisa y una inesperada sensación de ligereza. No solo por haber ido al baño, pensó con humor, sino por haber dejado atrás cargas que, sin ser consciente de ellas, le pesaban.

Encendió el motor, maniobró para volver por el camino por el que había entrado y, al llegar a la intersección, conectó el teléfono al sistema del coche. En la pantalla apareció, como por arte de magia, la carretera que tanto buscaba: una línea amarilla que surgía casi a su lado. Sebastián sonrió. Pisó suavemente el acelerador y, antes de incorporarse, miró por el retrovisor con la esperanza de ver el templo a su espalda. Pero no había nada.

—¿Qué? —exclamó, incrédulo. Giró el cuerpo para asegurarse de que no estaba alucinando. Lo único que vio fue el sendero que acababa de recorrer, perdido en la espesura de la selva.

Sebastián suspiró y volvió la vista al frente.

El camino ahora le resultaba familiar. La flecha del GPS coincidía con la línea amarilla, como si lo guiara por su propio sendero de baldosas doradas.

Era el momento de llegar a Chiang Mai.